Cuando inicio este texto me planteo, ¿qué puedo ofrecer al lector que llegue aquí una vez conozca la noticia sobre la muerte de Eric Rohmer?, ¿una biografía?, ¿una crítica sobre sus obras?
Seguramente muchos periodistas y gente de la comunicación se abalanzarán sobre las teclas para escribir sobre el genio francés, pero ¿habrán visto alguna de sus películas?, o mejor dicho ¿habrán sentido con alguna de sus películas?
Personalmente creo que el mejor tributo que se le puede hacer al director francés debe ser sencillo. Algo simple, como su cine, sin florituras, sin adornos innecesarios, sin remarcar nada más que lo que se pretende expresar, pero el problema es cómo hacerlo. Para él parecía muy simple: juntar a dos personas, ponerlas a hablar y que todo fluya. Y sobre todo, y lo más complicado, cargar un ambiente florido y primaveral con la mayor de las tensiones sexuales pero sin que nada esté fuera de su lugar.
Sexualidad frente a erotismo
Esta sería una de las primeras claves para analizar la extensa obra de Eric Rohmer. Seguramente muchas de las crónicas postmorten hablarán de la Nouvelle Vague, de lo importante que fue como crítico de cine, bla, bla, bla… Pero los que de verdad hemos sentido su cine sabemos qué era lo que pretendía expresar. Al margen de todos los anclajes academicistas a los que se le puede someter, o las etiquetas innecesarias que revistan sus películas, lo que Rohmer siempre hizo fue mostrar todo sin enseñar nada. Ese noble arte de la insinuación disfrazado por cuerpos que se alejan a años luz de las exquisiteces de la nueva moda.
Un erotismo que roza el fetiche, jóvenes que insultan a la gravedad con la lozanía de sus cuerpos de adolescente, maduras desposeídas de toda virtud y sin ataduras morales, hombres desgranados y esclavos de las bajas pulsiones, pero sobre todo y por encima de cualquier cosa una esencia de simpleza que deja con los sentidos abiertos para recibir cualquier percepción, aroma o gesto que salga de la pantalla.
Sencillez
Quien se acerca por primera vez al cine del maestro francés siente que no le aporta nada. Ve una película basada en eternos diálogos, paisajes que no hacen paisanaje, bañadores de los años 60’… pero no logra ver más allá. Para adentrase en la atmósfera rohmeriana hay que descargarse de prejuicios, hay que solapar cuerpo y alma y dejarse arrastras por conversaciones sobre moralidad, responsabilidad cívica, y una vez más, todo envuelto en una tensa mordaza de amor sensualizado que nada deja que sea indiferente.
Podría continuar durante horas y horas escribiendo sobre Eric Rohmer, pero todo en torno a una misma idea, la figura de un genio de la sencillez.
He visto siete películas, y las que me que faltan, y si tuviera que quedarme con algún título, por las típicas cuestiones de recomendación, me quedaría con 'Pauilne en la playa' y 'La rodilla de Claire'.
Seguramente muchos periodistas y gente de la comunicación se abalanzarán sobre las teclas para escribir sobre el genio francés, pero ¿habrán visto alguna de sus películas?, o mejor dicho ¿habrán sentido con alguna de sus películas?
Personalmente creo que el mejor tributo que se le puede hacer al director francés debe ser sencillo. Algo simple, como su cine, sin florituras, sin adornos innecesarios, sin remarcar nada más que lo que se pretende expresar, pero el problema es cómo hacerlo. Para él parecía muy simple: juntar a dos personas, ponerlas a hablar y que todo fluya. Y sobre todo, y lo más complicado, cargar un ambiente florido y primaveral con la mayor de las tensiones sexuales pero sin que nada esté fuera de su lugar.
Sexualidad frente a erotismo
Esta sería una de las primeras claves para analizar la extensa obra de Eric Rohmer. Seguramente muchas de las crónicas postmorten hablarán de la Nouvelle Vague, de lo importante que fue como crítico de cine, bla, bla, bla… Pero los que de verdad hemos sentido su cine sabemos qué era lo que pretendía expresar. Al margen de todos los anclajes academicistas a los que se le puede someter, o las etiquetas innecesarias que revistan sus películas, lo que Rohmer siempre hizo fue mostrar todo sin enseñar nada. Ese noble arte de la insinuación disfrazado por cuerpos que se alejan a años luz de las exquisiteces de la nueva moda.
Un erotismo que roza el fetiche, jóvenes que insultan a la gravedad con la lozanía de sus cuerpos de adolescente, maduras desposeídas de toda virtud y sin ataduras morales, hombres desgranados y esclavos de las bajas pulsiones, pero sobre todo y por encima de cualquier cosa una esencia de simpleza que deja con los sentidos abiertos para recibir cualquier percepción, aroma o gesto que salga de la pantalla.
Sencillez
Quien se acerca por primera vez al cine del maestro francés siente que no le aporta nada. Ve una película basada en eternos diálogos, paisajes que no hacen paisanaje, bañadores de los años 60’… pero no logra ver más allá. Para adentrase en la atmósfera rohmeriana hay que descargarse de prejuicios, hay que solapar cuerpo y alma y dejarse arrastras por conversaciones sobre moralidad, responsabilidad cívica, y una vez más, todo envuelto en una tensa mordaza de amor sensualizado que nada deja que sea indiferente.
Podría continuar durante horas y horas escribiendo sobre Eric Rohmer, pero todo en torno a una misma idea, la figura de un genio de la sencillez.
He visto siete películas, y las que me que faltan, y si tuviera que quedarme con algún título, por las típicas cuestiones de recomendación, me quedaría con 'Pauilne en la playa' y 'La rodilla de Claire'.
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