La semana pasada leí una noticia que hizo saltar la alarma en mi cabeza. La información en cuestión relataba la intención del Gobierno Británico de controlar las conversaciones que se producen a través de las redes sociales, con el fin de detectar posibles acciones terroristas. Esta medida evoca, nuevamente, el difícil equilibrio que existe entre la manutención de la seguridad y la protección de las libertades.
Desde el 11-S la amenaza terrorista internacional parece haberse multiplicado por mil, y se han creado infinidad de medidas dirigidas a garantizar nuestra seguridad, alegando la realidad de la amenaza. Pudiéndolo calificar como una “política del miedo”, donde los mandatarios, sobre todo de EEUU e Inglaterra, han perdido el norte.
Obviamente, no creo que el gobierno de Gordon Brown tenga interés en leerse todas las conversaciones que se mantienen en torno a Facebook y similares. Sin embargo, el simple hecho de querer controlarlas es una grave intromisión en la privacidad, intromisión de la que ya se han hecho eco las diversas redes ciudadanas. Pero el problema no es éste realmente, sino ¿qué margen de nuestra libertad estamos dispuestos ofrecerle al Estado para sentirnos seguros?
En frío, muchos contestaríais que sólo la estrictamente necesaria, pero cuando nos asustamos tendemos a conferir más de lo que lo cederíamos comúnmente. Por otra parte, debemos tener en cuenta que es imposible fiar determinadas libertades si no procuramos un espacio a la seguridad. Así, en épocas de paz las sociedades se inclinan hacia el desarrollo de las libertades, y en etapas conflictivas es frecuente que las libertades se contraigan frente a medidas de seguridad, y es así como se sostiene ese difícil equilibrio.
Personalmente, no trato de dar solución a este problema. Mi intención es recordar la fina cuerda en la que nos movemos, y poner de manifiesto que iniciativas de este tipo, junto a otras más cercanas geográficamente hablando, como el hecho de que todos los teléfonos móviles tengan que estar registrados o la instalación de cámaras en cada vez más calles, tienen su parte beneficiosa, pero, a la larga, pueden ser muy perjudiciales, incidiendo en una pérdida de libertad considerable.
Desde el 11-S la amenaza terrorista internacional parece haberse multiplicado por mil, y se han creado infinidad de medidas dirigidas a garantizar nuestra seguridad, alegando la realidad de la amenaza. Pudiéndolo calificar como una “política del miedo”, donde los mandatarios, sobre todo de EEUU e Inglaterra, han perdido el norte.
Obviamente, no creo que el gobierno de Gordon Brown tenga interés en leerse todas las conversaciones que se mantienen en torno a Facebook y similares. Sin embargo, el simple hecho de querer controlarlas es una grave intromisión en la privacidad, intromisión de la que ya se han hecho eco las diversas redes ciudadanas. Pero el problema no es éste realmente, sino ¿qué margen de nuestra libertad estamos dispuestos ofrecerle al Estado para sentirnos seguros?
En frío, muchos contestaríais que sólo la estrictamente necesaria, pero cuando nos asustamos tendemos a conferir más de lo que lo cederíamos comúnmente. Por otra parte, debemos tener en cuenta que es imposible fiar determinadas libertades si no procuramos un espacio a la seguridad. Así, en épocas de paz las sociedades se inclinan hacia el desarrollo de las libertades, y en etapas conflictivas es frecuente que las libertades se contraigan frente a medidas de seguridad, y es así como se sostiene ese difícil equilibrio.
Personalmente, no trato de dar solución a este problema. Mi intención es recordar la fina cuerda en la que nos movemos, y poner de manifiesto que iniciativas de este tipo, junto a otras más cercanas geográficamente hablando, como el hecho de que todos los teléfonos móviles tengan que estar registrados o la instalación de cámaras en cada vez más calles, tienen su parte beneficiosa, pero, a la larga, pueden ser muy perjudiciales, incidiendo en una pérdida de libertad considerable.
Por: Paula Lax
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